
Grenouille permanecía inmóvil y sonreía, y su sonrisa, para aquellos que la veían, era la
más inocente, cariñosa, encantadora y a la vez seductora del mundo. Sin embargo, no era en
realidad una sonrisa, sino una mueca horrible y cínica que torcía sus labios y reflejaba todo su
triunfo y todo su desprecio. Él, Jean-Baptiste Grenouille, nacido sin olor en el lugar más
nauseabundo de la tierra, en medio de basura, excrementos y putrefacción, criado sin amor,
sobreviviendo sin el calor del alma humana y sólo por obstinación y la fuerza de la repugnancia,
bajo, encorvado, cojo, feo, despreciado, un monstruo por dentro y por fuera... había conseguido
ser estimado por el mundo. ¿Cómo, estimado? Amado! Venerado! Idolatrado! Había llevado a
cabo la proeza de Prometeo. A fuerza de porfiar y con un refinamiento infinito, había
conquistado la chispa divina que los demás recibían gratis en la cuna y que sólo a él le había
sido negada. más aún! La había prendido él mismo, sin ayuda, en su interior. Era aún más
grande que Prometeo. Se había creado un aura propia, más deslumbrante y más efectiva que
la poseída por cualquier otro hombre. Y no la debía a nadie -ni a un padre, ni a una madre y
todavía menos a un Dios misericordioso-, sino sólo a sí mismo. De hecho, era su propio Dios y
un Dios mucho más magnífico que aquel Dios que apestaba a incienso y se alojaba en las
iglesias. Ante él estaba postrado un obispo auténtico que gimoteaba de placer. Los ricos y
poderosos, los altivos caballeros y damas le admiraban boquiabiertos mientras el pueblo, entre
el que se encontraban padre, madre, hermanos y hermanas de sus víctimas, hacían corro para
venerarle y celebraban orgías en su nombre. A una señal suya, todos renegarían de su Dios y
le adorarían a él, el Gran Grenouille.